martes, 1 de enero de 2019

Ensayo sobre "La eternidad del instante"


 por Arley Betancourt Martínez

RESUMEN

En este ensayo, el libro “La eternidad del instante” se presentó bajo la consideración de ser la minificción, una propuesta literaria contundente, y como género, el más apropiado en la nueva estética posmoderna, pues las obras literarias dejaron de ser los vastos lienzos de la novelística del siglo XIX, donde se pretendió abarcar toda la realidad humana. Por consiguiente en el libro están presentes las voces de la calle, los ídolos populares, el asombro ante la cotidianidad, la actitud del hombre viejo sentado en el tiempo, los asesinos se contradicen, los hombres deben responder en la eternidad por morirse a pesar de las ordenanzas que lo prohíben. Además, saltan el humor y el asombro elevados a la categoría de protagonistas y fulguran también ciudades y encuentros imposibles. En “La eternidad del instante”, cabe todo el mundo, hasta un grano de arena se contempla como el universo.

PALABRAS CLAVES: microrrelatos, eternidad del instante, ensayo, presentación, edición.

Lo primero que se resalta en “La eternidad del instante” es la economía del lenguaje, donde cada palabra nos impresiona con su fuego sagrado. Cada línea es el surco donde la palabra debe germinar como una buena semilla, donde las palabras ganan en eficacia y en intensidad. A Borges le preguntaron la razón por la cual no escribía novelas, y manifestó que estas obras se escriben sucesivamente y que esas sucesiones se van organizando en la mente del autor y del lector. También argumentó que Rudyard Kipling y Henry James elaboraron cuentos pletóricos de complejidades humanas, como las más sublimes novelas. Asimismo sentenció que el cuento es más antiguo que la novela y hasta sugirió que podría llegar el día en que a un escritor nadie le pregunte por qué no escribe novelas, así como a ningún autor le preguntan en la actualidad por qué no escribe epopeyas.
Aunque para algunos el minicuento es un subgénero narrativo, es innegable su fuerza y suficiencia narrativa, realzadas por la concisión y la intensidad expresiva. Tampoco se puede soslayar que incorpora otras formas literarias como el aforismo, la poesía, el ensayo, la crónica, y hasta otros géneros como el cortometraje y el periodismo. Algunos lo ven como la propuesta literaria más contundente, como el género más apropiado de la nueva estética posmodernista, en una época en la cual las obras literarias ya no pueden ser vistas como los vastos lienzos de las grandes novelas del siglo XIX, con su pretensión de abarcar toda la realidad humana, o como los textos del siglo XX tan presurosos en entregarnos el incesante fluir de la conciencia de los hombres. Sofocados por esas dilatadas totalidades, ahora sólo podemos precisar un relámpago que nos ilumine un instante, en el cual podamos percibir también toda nuestra existencia social y espiritual.
Están en “La eternidad del instante”, la voz de la calle, los ídolos populares, el asombro ante la cotidianidad, con la actitud de un hombre viejo sentado en el tiempo, donde no sólo envejecen las cosas, sino también los hombres, donde han envejecido sus historias pero también sus recuerdos. Hay asesinos que se contradicen, hombres que deben responder en la eternidad porque violaron el decreto municipal que impedía morirse, pues no había cementerio municipal. En una escena del crimen, por ejemplo, un equipo de limpieza intenta borrar una y otra vez las huellas dejadas en el alma del muerto, e inquirir cuál de los tres balazos cortó de un tajo la historia de una ranchera en una cantina.
Pero los verdaderos protagonistas de estas historias son el asombro y la emoción, como esa tarde, nos recuerda el autor, que “temblé como un beso ante el rojo vivo de sus labios.” El asombro implica alejarnos de los caminos trillados de lo evidente, donde la soledad también puede ser un pasatiempo, o el viejo loco que se inventa una historia de que es Armstrong, como el fantasma que quiere huir de la soledad y está intimidado por la presencia ululante de otros fantasmas, donde no sólo se seca el amor, sino también los ríos, donde un departamento se convierte en un océano de arcilla y los ríos secos son carreteras, donde hay un hombre al que resecaron la sed y el calor.
En estas páginas saltan a la realidad malandros con mirada vidriosa, las flores que se estremecen ante el puntual escupitajo. Donde siempre amanece y esa es la única posesión de los pobres. Como nos lo recordó alguien: lo extraordinario no es que deje de salir el sol, sino que salga todos los días. Como decía Marcel Proust: “El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”.

Otro protagonista de estas historias es el humor, la fiesta de la inteligencia, así como cuando Miguel Ángel quiso sostener la mirada colérica de Moisés en un intento por hacerlo hablar, pero lo fulminaron sus ojos. El humor y el asombro son elevados a protagonistas como cuando La Monna Lisa terminó sonriendo tras cuatro años fallidos de Leonardo por acabar aquel cuadro sobre pedido. El asombro también inquieta a Rodin, a Scherezada, al Quijote, a Cortés, y a Alejandro, como cuando alguien dice en el texto: “Cerrad las puertas, no sea que la ciudad se escape por ellas.”
Otros protagonistas de estas lúcidas páginas son el rey Jorque V y Chi-Huang Ti, fulguran también ciudades y encuentros imposibles como el de Marco Polo e Ítalo Calvino, Praxíteles, Colón y un tal Miguel Vivas. Algunas historias recrean historias literarias como las de Kafka. Charlie Parker pide hacer de la música la victoria del hombre sobre el caos, como aquel pez que vive en las profundidades del olvido hasta que le llega el frío anzuelo. El asombro en Gulliver momificado para ser convertido en abono para Liliput, como cuando Flaubert quiso ser un místico, pero recordó que no creía en nada, como aquella anécdota de Pierre Menard, autor del Quijote, un cuento de Borges, donde este supuesto autor francés tuvo que volver a recobrar su fe católica para supuestamente poder escribir este libro. El asombro en Salmoneo fulminado por la ira de Zeus; como en el poema de Silva, Lázaro después de ser resucitado envidia a los muertos.
El mundo humano es un mundo de símbolos, nuestra principal aventura humana es la del lenguaje, el verdadero caminante es el que se dirige hacia su corazón, el que abre senderos hacia sí mismo. Emerson decía que nuestra alma no es viajera, así recorramos miles de millas sólo recorre el mundo el viajero interno, aquel que se explaya en la oscura geografía de su mundo interno. Uno de esos grandes viajeros del espíritu fue Kant, quien no se movió de Konisberg, y se explayó en el universo de las ideas y los símbolos. El mundo es una metáfora del espíritu humano. Ese mundo simbólico, que es lo que realmente nos diferencia de las otras especies, que es el que nos vuelve humanos, hace parte del mundo narrativo de nuestro autor bugueño. En sus minicuentos se pasea la literatura occidental, allí nos despierta de nuestros sueños de piedra, los rayos de Zeus y de las figuras legendarias y mitológicas de la antigüedad, los autores de todas las épocas que han ensanchado los cauces de la realidad.
La literatura como forma de ensanchar la realidad es una especie de suprarrealidad, donde la ficción y la fantasía hacen parte de ella. Bien lo decía Rulfo: “Para ver la realidad se necesita mucha imaginación.” Como expresó Pessoa, “La literatura existe porque el mundo no basta”. La literatura es conocimiento, pero no es ese conocimiento menguado y objeto de las ciencias naturales, es el conocimiento de las suprarrealidades del alma y del cosmos y de esas relaciones majestuosas que tenemos con el cosmos, donde el observador y lo observado se pueden fundir en una unidad dialéctica.
 Decía T.S. Eliot, ser es no ser en el tiempo. Es liberarnos de las cadenas de los minutos y las horas y trascender las duras barreras del pasado, del presente y el futuro. Es vivir eternamente en la magia del ahora, siendo capaces de renunciar a una de las formas puras o principios a priori de la sensibilidad como es el tiempo, según Kant. Los minicuentos tienen esa magia, nos permiten vislumbrar un mundo que trasciende nuestras coordenadas mentales y nos instala en una realidad que va más allá de nuestra experiencia sensorial, sin necesidad de un viaje azaroso por entre breñas y pasadizos.
Los minicuentos tienen el poder de recrearnos esa eternidad del instante, esos destellos fulgurantes de otros mundos que también yacen en nuestro interior, y que fatalmente hemos perdido porque se nos ha extraviado el camino al cielo. Como dice el genial haikú de Taneda Santoka: “Mi cuenco de mendigar acepta hojas caídas”. El cuenco de nuestro autor, por supuesto, también acepta viejas lunas de silencio y caoba, los vastos sortilegios de la aurora y los pasadizos milenarios de la memoria. Todo el mundo cabe en su viejo cuenco en donde hasta en un grano de arena se puede contemplar el universo.
Ahora cuando todo lo hacemos para el olvido, completamente sofocados por lo efímero y lo banal, y nos despeñamos hacia la muerte del ser, ajenos por completo a la eternidad y a los viejos espíritus, nos honra acompañar a Guillermo Arnul Castillo Ruiz, quien nos trae sus visiones de otros mundos, ajeno al vértigo de nuestro tiempo, recordándonos siempre con su voz de siglos y milenios aquel haikú anónimo: “No te des prisa, que a donde te diriges es a ti mismo.”

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Arley Betancourt Martínez

Docente, psicólogo y escritor, doctorando en educación.

Texto leído por el autor el día 6 de abril de 2018, con motivo de la presentación del libro de microrrelatos La eternidad del instante. 



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