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De
todas las mujeres prefiero las de cierta experiencia, no las experimentadas.
Por eso me fijé en Flor Marina, no solo por su belleza, también por su
inteligencia y por su madurez.
Fue
su inteligencia, derivaba de la razón, la que me cautivó. En cierto modo, su
inteligencia, sin quererlo, es la que opaca a todas las demás.
Flor
Marina andaba entre cuarenta y tantos, aunque con facilidad se puede confundir
con una de treinta si pasas por su lado en un lugar cualquiera de esta ciudad.
Ella
luce siempre radiante, dispuesta a una sonrisa para suavizar tus duras
facciones bajo el ardiente sol de una tarde de verano.
Cuando
la saludo, siempre me contesta, y yo, me le aproximo con el pretexto de hablar
sobre su moto eléctrica, pero Flor Marina se sabe sonrosar porque de motos solo
sabe cómo conducirlas. Y yo aprovecho para preguntarle cuando me enseña.
Flor
Marina me explica que es como montar en bicicleta, que lo esencial es mantener
el equilibrio y frenar justo en el momento oportuno. Pero le advierto que para
un desenfrenado como yo, no hay freno que sirva.
Reímos.
Ella lo hizo con una intención que interpreté diferente a lo que su vivacidad
le permitía. De todos modos, ella sabe que me gusta, y yo sé, que no le soy
indiferente.
Flor
Marina forma parte de mi vida cada vez que pasa por mi calle. Justo es el
momento que me dispensa para distinguirla con un piropo, como razonable es para
ella decirle a mi esposa que me estoy pasando de coqueto.©Guillermo A. Castillo.